jueves, 21 de enero de 2010

EL PODER DE LA CIENCIA (2007) José Manuel Sánchez Ron

Se trata de un libro que se asemeja a una enciclopedia no solo por su peso (más de 1000 páginas contando con las ilustraciones) sino por la rigurosidad y profundidad microscópica con la que trata el tema sobre el que versa: La relación entre la ciencia y el poder político, o tal y como reza el subtítulo, “Historia social, política y económica de la ciencia (siglos XIX y XX)”.

Al ser tan extenso y abordar tantísimos capítulos de la historia, algunos me han interesado más y otros menos, y muchos otros redundaban en unos detalles de verdadera investigación que solo puede resultar útil a un lector medio si se usa como libro de consulta. No obstante comentaré brevemente los más interesantes, y omitiré el resto así como otros que han sido comentados en otros post con ocasión de otros libros.


El primer capítulo trata sobre Napoleón, y el autor, concluye que verdaderamente Napoleón amaba las ciencias, sobre todo las ciencias exactas, como probablemente ningún otro político en la historia.

Las universidades y el estudio de las ciencias, y más concretamente “la institucionalización de las ciencias físico-químicas” es el objeto del segundo capítulo. Como aporte a la segunda edición del libro, hay una ampliación de lo tocante a España que siempre estuvo en desventaja con respecto al resto del mundo, con la honrosa excepción de Ramón y Cajal. Por otra parte, Sánchez Ron, piensa que el adelanto de EEUU con respecto al mundo vino por la inversión privada de la que se nutrieron las mejores universidades norteamericanas. No era el libro el sitio desde donde desarrollar un contra argumento a favor de la enseñanza pública frente a la privada, pero seguramente se podría haber resaltado otras virtudes en el área de la ciencia de la enseñanza estatal... Tan solo por sacarle algún defecto, porque el esfuerzo aglutinador y analítico de Sánchez Ron está fuera de toda duda, con nada más que hojear los cientos de datos y fuentes que maneja, la visión global que tiene, los gráficos y tablas para demostrar sus tesis… etc.

Darwin merecía un capítulo especial en el que no me extenderé porque ya he hablado de la evolución suficientemente en otras reseñas, pero sí debería decir que el relato que nos ofrece Sánchez Ron es muy ameno y sintetiza perfectamente lo que pasaba por la mente de Darwin cuando iba descubriendo su propia teoría. Al principio muy temeroso, pero después cada vez más combativo ante la reacción que suscitó su selección natural, sobre todo por parte de contraargumentos religiosos, aunque también los hubo científicos. El impacto en España y el famoso “juicio del mono” son tratados independientemente dentro del capítulo.

Scopes, el profesor que fue acusado de enseñar la evolución en 1926, en un colegio de Tennessee, fue finalmente condenado por violar la ley Butler, y aunque su veredicto fue revocado por un tecnicismo, el Estado de Tennessee no lo recurrió. La mencionada ley estuvo vigente hasta 1967, cuando fue revocada por el Tribunal Supremo del Estado. Pero los creacionistas volverían a la carga con la Ley 590, que esta vez provocó que fueran los evolucionistas los que acudieran a los tribunales. El tribunal falló a favor de los demandantes y en contra de la ley de Arkansas que proponía un “trato equilibrado” entre dos opciones que ellos entendían igual de científicas: el creacionismo y el evolucionismo. El tribunal dijo que la primera era una manifestación cristiana y que no podía tener cabida en las aulas. A este juicio se le llamó el “Scopes II”, pero la saga continuaría en 1985, 1999 y 2005. En la última intentona de asaltar las escuelas, el creacionismo contó con el apoyo del inefable George W. Bush y usó una nueva denominación: “diseño inteligente”.

Sánchez Ron cita un par de párrafos fantásticos de mi querido Gould, que provienen de su ensayo “La evolución como hecho y como teoría” (se puede consultar íntegramente gracias de nuevo a la página de sindioses.org):

“En vernáculo norteamericano, “teoría” suele significar “dato imperfecto”: parte de una jerarquía de confianza que va, en sentido descendente, de los hechos a la teoría, y de ahí a las hipótesis, y de éstas a la suposición. Así los creacionistas pueden argumentar (y lo hacen): la evolución es “solo” una teoría, y hoy existen intensos debates en torno a multitud de aspectos de esa teoría. Si la evolución es algo menos que un hecho y los científicos ni siquiera son capaces de ponerse de acuerdo acerca de la teoría, entonces ¿cómo vamos a tener confianza en ella? De hecho el presidente Reagan se hizo eco de esta argumentación ante un grupo evangélico de Dallas cuando dijo (en lo que espero que solo fuera retórica de campaña): “Bueno, es una teoría. Es sólo una teoría científica y en los últimos años ha sido puesta en tela de juicio en el mundo de la ciencia; esto es, la comunidad científica no piensa que sea tan infalible como lo fue en tiempos pasados”.
Bueno, la evolución es una teoría. Es también un hecho. Y los hechos y las teorías son cosas diferentes, no escalones de una jerarquía de incertidumbre creciente. Los hechos son los datos del mundo. Las teorías son estructuras de ideas que explican e interpretan los hechos. Los hechos no se marchan mientras los científicos debaten teorías rivales para explicarlos. La teoría de gravitación de Einstein reemplazó a la de Newton, pero las manzanas no se quedaron colgando del aire pendientes de este resultado. Y los seres humanos evolucionaron, a partir de antepasados simiescos, ya fuera por medio del mecanismo propuesto por Darwin o por algún otro, aún por descubrir.”

La ciencia médica, la mujer en la ciencia, la física nuclear y la mecánica cuántica son los siguientes capítulos que se abordan con demasiado detalle científico e histórico como para ni siquiera comentarlos aquí.

Y si Darwin fue un capítulo obligado, también tenía que serlo Einstein, del que ya he escrito alguno recientemente en otro post. Lo novedoso que aporta Sánchez Ron, a mi modo de ver, es que idealizó el judaísmo como una religión laica, cuyos dioses y rituales se hacían por costumbre pero sin verdadero peso existencial. Me parece que esa forma de intentar defender su posición política era más un deseo que una observación mínimamente objetiva: a Einstein le hubiese gustado que el judaísmo hubiese sido así, porque eso le haría más fácil apoyar a los judíos en su causa, haciendo compatible el monoteísmo judaico con su pseudo-religión panteísta. Otro hecho no tan conocido es la cátedra que se le ofreció a Einstein en Madrid y que no pudo materializarse por culpa de la situación política previa a la guerra civil. Sánchez Ron analiza con brillantez las reacciones de los medios y la clase política española a todo aquel asunto.

LA CIENCIA AL SERVICIO DE LA GUERRA

El libro se pone más interesante cuando le llega la hora a la relación de la ciencia con la guerra. En el caso de la primera guerra mundial está claro, como indica el nombre del capítulo 8, que la ciencia se puso al servicio de la guerra. Muchos avances estaban siendo ignorados, pero con la guerra se decidió invertir en ellos apresuradamente para incorporar las posibles ventajas que pudieran suponer frente al enemigo (como la radio, que tan solo cuando EEUU entró en guerra el Presidente Wilson ordenó “que todas las emisoras de radio (telegrafía sin hilos) del país pasasen a depender de la Armada. Mención especial merece el caso de la química, y más en una guerra que se la conoció como “la guerra de la química” por la novedad de introducir gases tóxicos en el campo de batalla. Fueron los alemanes los primeros en usarlos, aunque según Sánchez Ron, “franceses y alemanes también estaban realizando intentos en la misma dirección.”

Los alemanes buscaron inicialmente gases irritantes no letales, porque así pensaban que no violarían las prohibiciones de usar gases tóxicos que estaban escritas en la Convenciones Internacionales de La Haya. Después los aliados contraatacaron desarrollando el mismo tipo de armamento, que se podría resumir en 4 categorías: 1) Gases nocivos cuando se respiran (cloro). 2) Gases venenosos que son venenosos únicamente en concentraciones muy elevadas, pero que irritan los ojos cuando se presentan en cantidades pequeñas. 3) “El tercer grupo, que se componía en su mayoría de arsénico, se desarrolló poco durante la guerra. Sin embargo su eficacia era mucho mayor”. 4) El gas mostaza: “En realidad se trata de un líquido, cuyo vapor, además de ser venenoso cuando se respira, produce ampollas en cualquier parte de la piel con la que entra en contacto. Su evaporación es tan lenta que los terrenos contaminados continúan siendo peligrosos durante una semana.”

Tras unas cuantas tablas que relacionan los usos de las armas químicas y sus efectos, en las cuales queda claro que todos echaron mano de ellas y no siempre fueron los alemanes los que más invirtieron en su desarrollo, Sánchez Ron aclara que su uso no fue un factor determinante en la guerra, entre otras cosas porque se usaron como forma de confundir, no como medio para decidir una batalla, y además pronto se idearon protecciones como las máscaras anti-gas.

Por cierto, España no fue una excepción en el uso de gases tóxicos. Concretamente en 1923 comenzaron a lanzar gas mostaza sobre el Rif (Marruecos), gas que venía de Francia y en mayor medida de la propia Alemania.

¿Pero qué consecuencias sociopolíticas y económicas tuvo la guerra en la comunidad científica internacional? Pues fue desastrosa, porque antes de la I Guerra Mundial dominaba un clima de internacionalismo, donde unos científicos colaboran abiertamente con otros de otras nacionalidades y culturas. La ciencia del momento parecía un oasis dentro de un clima donde los nacionalismos cobraban fuerza a pasos agigantados. El paradigma de este sentir sería la institución de los Premios Nobel, y en concreto el Premio Nobel de la Paz que debía otorgarse:
“A la persona que haya promovido más o mejor la fraternidad de las naciones y la abolición o disminución de los ejércitos permanentes y la formación y aumento de los Congresos de Paz.”
Ante estas palabras, me pregunto si tantos premiados con el mencionado galardón se lo merecían realmente, y pienso concretamente en el último, el presidente de EEUU Obama, que también es el Comandante en Jefe de las fuerzas armadas más grandes y agresivas del mundo. Creo que este premio a veces se otorga no por el pasado de sus candidatos, sino por el futuro que esperamos de ellos. Es una especie de premio para estimular la reinserción de los belicosos. Ya que no hay realmente gente de poder que se lo merezca, premias a los menos malos con la esperanza de que al verse ganadores del premio, se vean forzados a actuar para no tener que devolverlo. Lo que da pena de verdad es pensar que quizás esta estrategia sea la más pragmática.

El caso es que este clima de hermandad científica supranacional quedó quebrado con el advenimiento de la Gran Guerra, y en concreto por el manifiesto de los 93 donde los grandes científicos alemanes se unieron para imbuirse del creciente nacionalismo y defender la causa de su gobierno, exculpándolo del inicio de la guerra. Es cierto que se intentó un contra-manifiesto, el manifiesto a los europeos, pero con escasa aceptación entre los científicos, apenas tres entre los que se encontraba Einstein. Einstein y Bertrand Russell constituían básicamente en aquellos entonces la minoría no beligerante, y Russell tuvo que pagarlo con la cárcel.

Antes de la II Guerra Mundial el mundo académico alemán se tambaleaba por la ola de antisemitismo, y como consecuencia del mismo muchos tuvieron que emigrar. El autor analiza cómo fueron recibidos esos inmigrantes científicos en el resto del mundo, por ejemplo en EEUU, donde a pesar de suponer un respiro el antisemitismo no estaba ausente, es más, era según Sánchez Ron, “un sentimiento frecuente en el mundo académico americano anterior a la segunda guerra mundial”.

En este punto el autor entra a rebatir una interesante tesis de Samuel Goudsmit, científico norteamericano encargado de reclutar a científicos alemanes, antes de que lo hicieran los rusos. La tesis de Goudsmit sostiene que si los norteamericanos llegaron antes a la bomba atómica se debe a una relación positiva que existe entre ciencia y democracia, y por el contrario, a una relación negativa que existe entre ciencia y fascismo. Así, no solo el hecho de que las eminencias científicas judías como Einstein tuvieran que abandonar Alemania, terminando precisamente en su mayoría en EEUU, sino que además los pocos científicos que se quedaron estuvieron nazificados hasta el extremo de pensar que había un tipo de física aria (Deutsche Physik), en la que se debía invertir, y otro tipo de física no aria, que no merecía la pena y que era obra de judíos. Todo ello mermó las posibilidades de los científicos alemanes.

Sánchez Ron opina que no son ciertas las hipótesis ni la conclusión. No es cierto que hubo una desbandada total de científicos en Alemania; la elite mayoritariamente tuvo que emigrar, pero se quedaron también muchos de los grandes. Y tampoco es cierto que el éxito de la nazificación de la ciencia fuese tan grande; además conforme avanzaba la guerra las cuestiones sobre la influencia judía en la ciencia pasaron a segundo plano, primándose la producción de armamento. Con respecto a la bomba atómica, los alemanes tenían algunos proyectos que trataban específicamente tal posibilidad, pero lo veían como una carrera a largo plazo, algo que desarrollar en la post-guerra, porque ya estaban ganando en 1941, y no creían que la guerra pudiese durar mucho más. Para cuando hubiesen podido ponerse a trabajar en serio sobre la cuestión nuclear, ya estaban debilitados y con demasiados frente que atender. “Por el contrario, la gran maquinaria productiva estadounidense encontró en la contienda un aglutinante hacia el que dirigir sus imponentes posibilidades.” Si a ello le añadimos que los científicos alemanes actuaban con una autonomía que rayaba en la competencia de unos con otros, mientras que en EEUU reinaba un clima de colaboración interdisciplinar y gestionada más centralizadamente, tenemos la explicación al éxito norteamericano en el tema nuclear, sin necesidad de recurrir a platónicas relaciones entre democracia y ciencia.

Una de las conclusiones de Sánchez Ron es que la comunidad científica alemana no puso demasiada oposición al régimen del Tercer Reich cuando éste ascendió al poder. Nuevamente la tesis de Chomsky sobre el intelectual al servicio del poder, parece corroborarse, y que según Sánchez Ron existió cierta “ductilidad de los criterios éticos de la científicos”:

“Algunos podrían decir que esa ductilidad ética se ve favorecida por la presión introducida por un estado totalitario. Es posible, pero son demasiados ejemplos –anteriores y posteriores al Tercer Reich- de científicos de estados democráticos realizando investigaciones cuyos resultados no favorecen ciertamente el mito de la ciencia como una actividad éticamente independiente de la política, como para aceptar sin más esta fácil y agradable escapatoria.”
La conclusión del autor español sobre la toma de posiciones de los científicos, como colectivo, no considerados individualmente, es que han sido pocas las ocasiones en las que se han puesto de acuerdo: Las dos guerras mundiales y el socialismo científico que surgió en Inglaterra (ver pag. 782).

Sea como fuere, el caso es que los norteamericanos lanzaron las bombas atómicas y dos son los argumentos que se han esgrimido para ello. El primero era que salvaría medio millón de vidas americanas, aunque después de desclasificar algunos documentos se ha podido comprobar que la cifra que se barajaba era de 50.000. El segundo era que las bombas no eran precisas realmente para terminar, pero sí para lanzarle una advertencia a la URSS, de que EEUU era un enemigo serio a quien respetar. Aunque quizás un tercer argumento sea más esclarecedor, y es el de que no se puede contener a los perros de la guerra, una vez se les ha entrenado para morder. Tal y como decía Leslie Groves, alto mando para el Proyecto Manhattan, al principio no tenían intención de usar la bomba atómica hasta que el Proyecto Manhattan empezó a absorber tanto esfuerzo y presupuesto:

“Según pasaba el tiempo, al ir invirtiendo más y más dinero y esfuerzos en el proyecto, el gobierno se convenció cada vez más de que era necesario utilizar la bomba”.
Algunos de los científicos norteamericanos que participaron en el Proyecto Manhattan, intentaron avisar al Presidente Truman de la futura carrera armamentística que tendría lugar si decidía tirar la bomba atómica. Pero su aviso, a través del informe Franck, tendría el mismo efecto que la carta que escribió Einstein al Presidente Roosevelt conteniendo la misma advertencia: nunca llegó a su destino. Más tarde Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, pasaría a formar parte de los científicos que se oponían a investigar la bomba de hidrógeno, y ello junto con sus amistades izquierdistas del pasado, le supuso estar en el punto de mira de la caza de brujas de McCarthy (de 5 millones de personas que fueron investigadas por el FBI, no existían historiales sospechosos en el 99,5%, según Sánchez Ron).

El peligro de la militarización de la ciencia fue advertido desde el principio. En EEUU algunos científicos pusieron el grito en el cielo, pero fueron solo los de mayor renombre, los jóvenes eran seducidos con plazas y trabajos bien pagados. Este peligro fue advertido nada más y nada menos que por el Presidente Eisenhower, militar en la II Guerra Mundial, que en su famoso discurso de despedida advertía sobre el peligro de la influencia que el complejo industrial-militar podía ejercer en los consejos de gobierno. Si estas palabras las hubiese dicho un intelectual antimilitarista, ya estaría siendo acusado de amante de las conspiraciones, pero lo cierto es que son palabras de una persona que estuvo al frente del mayor ejército del mundo:

“Esta conjunción de un inmenso instituto militar y de una gran industria bélica es nueva en la experiencia norteamericana. La influencia total –económica, política, espiritual incluso- se siente en cada ciudad. […] Nuestro trabajo, nuestros recursos y subsistencia están comprometidos; también lo está la estructura misma de nuestra sociedad.
En los consejos de gobierno debemos cuidarnos contra la adquisición de una influencia desproporcionada, buscada o no, por parte del complejo bélico-industrial. Existe y seguirá existiendo el potencial para el funesto ascenso del abuso del poder.
Nunca debemos permitir que el peso de esta combinación haga peligrar nuestras libertades y procesos democráticos.”
En cuanto a la Unión Soviética, el autor se centra en su esfuerzo nuclear y tan solo menciona los logros que supusieron poner a trabajar a todo el pueblo para mejorar la agricultura y la industria a través de la colectivización. Pero una vez que se consiguió todo aquello:

“los “especialistas burgueses”, esto es, los científicos e ingenieros que aunque habían colaborado con el régimen bolchevique no participaban de sus valores, comenzaron a ser apartados de sus trabajos y perseguidos, buscándose en su lugar especialistas “rojos” que apoyasen sinceramente la ideología y políticas comunistas.”
Caso por ejemplo del horticultor Lisenko, que dijo poseer el secreto para mejorar la producción de cereales para la URSS. Lisenko estaba en contra de la evolución darwinista, ya que era lamarckiano. Y como eso estaba más próximo al ideal comunista de Stalin (denominado no sin razón, el verdugo de los científicos) que prefería creer que la naturaleza no estaba determinada por los genes sino por el esfuerzo colectivo que podía cambiar la naturaleza, Lisenko tuvo carta blanca y se le puso frente a un instituto de genética, cuando en realidad estaba en contra de todo lo que se sabía sobre esa ciencia por aquellos entonces. Sus inventos fueron un fracaso detrás de otro, pero fueron publicitados como éxitos porque daba la imagen del científico descalzo del pueblo, lejos de la burguesía o academicismo alguno.

El libro termina hablando de la revolución del ADN, de la responsabilidad que tenemos con la preservación del medio ambiente, y de la campaña de EEUU para usar defoliantes en la guerra de Vietnam. En principio tiraron folletos desde el aire para tranquilizar a los pobres campesinos vietnamitas de que ellos y sus hijos no sufrirían daños. De nuevo Bertrand Russell estaría en contra de este tipo de agresiones, y de nuevo el poder se saldría con la suya dejando esta vez a generaciones enteras con malformaciones debidas al uso del Agente Naranja.



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